¿Cuál es el criterio específico que se utiliza para la división de la Historia? ¿Qué parámetros se establecen para decir que un hecho es más importante que otro? Si se considera a la economía y a la guerra, entonces resulta lógico fijar los límites de intervalos en guerras o en la ruina económica del Imperio Romano, por ejemplo. Pero si el criterio fuese otro, filosófico, estético, tecnológico, etc., los hechos que marcan un quiebre serían también otros muy diferentes.
Siguiendo el convencionalismo histórico moderno, si un alumno escribe en una prueba como se divide la Historia, tendrá más que claro que se divide en cuatro Edades: La Edad Antigua, que comienza con la invención de la escritura, hace unos 5000 años, y finaliza con la caída del Imperio Romano en el año 476 después de Cristo; la Edad Media, iniciada en el año 476 con la desintegración del Imperio Romano de Occidente y finalizada con la caída del Imperio Bizantino a manos de los turcos otomanos en 1453; la Edad Moderna, que se extiende a partir del “descubrimiento” de Cristóbal Colón en América y finaliza con la Revolución Francesa en 1789; y por último, la Edad Contemporánea, desde la Revolución Francesa y hasta la actualidad. El criterio de división entonces es político.
De hecho, a ese alumno también le queda más que claro que a partir de 1688 el historiador y académico germánico Christophorus Cellarius (1638-1707) jugó un papel muy importante en la periodización de Occidente dividiendo a la Historia en Edad Antigua, Edad Media y Moderna. Y en esa aceptación convencional de las Edades hasta surge un cierto consenso para emitir juicios valorativos: La Edad Antigua fue “pagana”, la Edad Medieval “oscurantista”, y la Moderna “grandiosa”, “liberadora” o “progresista”.
En el fin de la Edad Media, si el criterio que marca un quiebre fuese científico-tecnológico, sería sin dudas más importante el invento de la imprenta de tipos móviles realizado por el orfebre alemán Johannes Gutenberg en 1450, o sea, casi en la misma fecha anterior que la caída de Constantinopla (actual Estambul). Entonces podría suceder que la Edad Media acabase en la misma fecha pero, al tomar cómo límite un hecho positivo, se debería modificar el juicio de valor.
En vez de decir que la Edad Media fue “oscurantista”, se diría entonces que la misma fue de transición tecnológica, considerándose que para llegar al invento alemán de la imprenta se debió establecer algún tipo de contacto transcultural previo con China en los siglos XIV y XV. Por consiguiente, un cambio de criterio nos conduce a diferentes “hechos fundamentales”, lo que demuestra la insuficiencia del concepto de “Edad” a la hora de querer designar una Era con pretendidas características específicas y lo que deja a las claras que bajo estos aspectos el concepto de Edad es solo un intervalo de tiempo arbitrario establecida bajo un subjetivismo cultural. Son endebles aquellos “hechos trascendentales de la Historia”, aquellos “límites fijos” en cuanto intervalo de tiempo. Los acontecimientos son elegidos partiendo de criterios subjetivistas.
Siguiendo con los límites de Cellerius de dividir a la Historia con una mirada política, según la Historia oficial hoy vivimos en la Edad Contemporánea, cuyo “virtuosismo” sería que la misma tiene su origen en dos hechos históricos paradigmáticos, la Independencia de EEUU (1776) y la Revolución Francesa (1789). Al convenirse que esos hechos se destacan de manera eminente y por encima de cualquier otro hecho, y que constituye un límite en el traspaso de una Edad a otra, entonces además de un criterio particular hubo un componente ideológico que le da sustento.
Del análisis se desprende que ambas Revoluciones fueron vitales para la posterior consolidación de la Sinarquía Internacional, del Nuevo Orden Mundial en tanto concentración del poder a escala global. El criterio de división es en el fondo ideológico sinárquico. A ello habría que agregar que la “Historia oficial” abarca un período de tiempo muy corto en relación con la Historia de la Antigüedad de millones de años que presenta la especie humana sobre la Tierra. Los hechos que marcan el comienzo o el fin de una Edad son elegidos -de entre otros muchísimos hechos ocurridos que componen la Historia-, para conformar en definitiva (o imponer mejor dicho) una pauta establecida previamente al análisis, es decir, una antojadiza hipótesis de antemano.
Si se plantea que escribir la Historia es describir una realidad, la misma, al narrar hechos verdaderos del pasado dispone de un material puramente objetivo. Pero el historiador cuenta con dos tipos de objetos: Los hechos realmente ocurridos, concretos, reales, y los hechos que el historiador en cuestión considera “eminentes” por la importancia subjetiva-cultural en la cual vive y está inmerso.
Por consiguiente, la Historia de la que disponemos para el estudio no es de ningún modo objetiva ni descriptiva de la realidad: Los historiadores han sido víctimas de sus propias premisas culturales porque han señalado patrones eminentes allí donde se les aparecieron, atribuyendo a la realidad concreta cualidades que sólo estaban en su imaginación y que se asimilan inconscientemente.
Toda esa forma descrita de división de la Historia nos lleva al historicismo, decadencia por la cual de una civilización del Ser y de los Principios supra-temporales, es decir, de la estabilidad y la forma, se pasa a una civilización del devenir, de lo contingente, de lo humano demasiado humano al decir de Nietzsche. Arribamos a la Historia del “progreso” y de la “evolución”, asociados íntimamente como parte integrante del optimismo iluminista de una civilización meramente racionalista, atomizada y decadente. Ni la Historia se ha desarrollado en base a tales “Edades” ni los acontecimientos que determinan el intervalo de cada “Edad” son verdaderos “hitos” que están por encima de otros.
Darío Coria, profesor de Historia y Ciencias Sociales.
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