martes, 15 de octubre de 2024

PARLAMENTO DEMOCRÁTICO: ¿FUNCIONA?


El Parlamento, entendido como cámara o asamblea legislativa con representantes elegidos por el pueblo, es el corazón del sistema democrático. Se sostiene habitualmente que tanto la cámara de Diputados como la cámara de Senadores se fundan en la representación popular, en donde los primeros representan directamente al pueblo argentino y los segundos a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires. Que el equilibrio entre ambas representaciones es la base de nuestro sistema representativo, republicano y federal. A su vez, que el Congreso ejerce su función legislativa a partir de la deliberación y sanción de leyes que tengan en cuenta el bien común de todos los habitantes, para lo cual pueden también modificar la legislación preexistente.
  

En su obra Encrucijada Mundial (Editorial Ariel, pág. 151), el prestigioso especialista en geopolítica y relaciones internacionales, coronel Pedro Baños, sostiene: “Nos encontramos aquí frente al dilema que anuncia el fin de la democracia como tal: ¿representación o poder? Una pregunta clave de la que surgen otras: ¿cuál es el papel del Parlamento? ¿Representar al pueblo o ser el verdadero poder? En teoría, la respuesta debería ser que el Parlamento representa al pueblo, pero en la práctica dista mucho de estar claro. Decía el economista Joseph Alois Schumpeter (1883-1950) que las elecciones ya no servían para elegir representantes, sino que se habían convertido en un proceso para aceptar o rechazar a las personas que después iban a gobernarnos”.


El jurista y politólogo alemán Carl Schmitt (1888-1985) sostiene en su obra Sobre el Parlamentarismo (Editorial Tecnos, pág. 9): “La situación del parlamentarismo es hoy tan crítica porque la evolución de la moderna democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía. Algunas normas de derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a la independencia de los diputados y de los debates, dan, a consecuencia de ello, la impresión de ser un decorado superfluo, inútil e, incluso, vergonzoso, como si alguien hubiera pintado con llamas rojas los radiadores de una moderna calefacción central para evocar la ilusión de un vivo fuego. Los partidos (que, según el texto de la constitución escrita, oficialmente no existen) ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esta base fáctica compromisos y coaliciones”.


¿Puede un Parlamento entonces representar a su pueblo en la práctica concreta? En la mirada de Schmitt, si se parte de la idea de que la política es tomar decisiones, los Parlamentos son meras asambleas de discusiones, salas de charlatanes más allá de lo preparados que puedan estar los legisladores a la hora de la oratoria. Los Parlamentos se muestran como una reproducción del peso de los partidos políticos, con sus facciones y sus luchas por el poder. Y si en primer lugar representan ese peso ¿en qué lugar quedaría la representación ciudadana? Se pregunta Pedro Baños que si la representación se convierte en poder ¿quién puede representar al pueblo frente a ese poder? Debemos partir como primera premisa que para ser libre políticamente es necesario distinguir dos elementos, la representación y el poder.


Parlamento y Gobierno se entremezclan, dejando a un lado las funciones que debería desempeñar cada uno, que es representar y gobernar respectivamente. Esta es una contradicción de primer orden del sistema democrático. No se gobierna en función de una representación, se gobierna en función de un poder. Vale decir, quien gobierna a una comunidad no lo hace como su representante. Gobernar y representar son conceptos muy diferentes.


Por eso, mientras el Parlamento debe seguir siendo un espacio de representación de los electores ante el Poder Ejecutivo -por lo menos en la teoría-, éste debe actuar por todos, que es precisamente lo que ni remotamente ocurre en la realidad. Bajo el sistema de democracia representativa se elige a “representantes” que pertenecen a partidos políticos con una clara ideología y un proyecto de antemano definidos, lo que hace que después sean los legisladores más votados en el Parlamento los que configuren el Gobierno de turno. Gobierno y Parlamento se confunden, se mimetizan, mostrándose la contradicción misma en la idea de división de poderes.


La evolución de la moderna democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía. Algunas normas del derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a la independencia de los diputados y de los debates, dan la impresión de ser un decorado superfluo, inútil e incluso vergonzoso. Los partidos ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, como cáscaras vacías que van calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder, llevando a cabo desde esta base fáctica compromisos y coaliciones como algo totalmente ajeno a la representación ciudadana.


Mientras el Parlamento debería ser el reflejo político de la sociedad, el gobierno tendría que separarse de aquel para ejercer sus verdaderas funciones: gobernar, actuar, decidir. Y es precisamente el Parlamento quien debe controlar esas decisiones que se toman desde lo gubernamental, en función de sus representantes. El Ejecutivo debe gobernar para todos sus ciudadanos, aún para aquellos que no lo votaron, pero resulta una mera ilusión al calor de los hechos mientras exista un férrea disciplina de partido que imposibilite a ningún individuo (léase legislador) a posicionarse más allá de lo que manda su propio gobierno. Es un sistema donde los poderes se confunden y los partidos políticos no dejan espacio a que el diputado o el senador en cuestión ejerza su papel de verdadero representante de la ciudadanía con total libertad de conciencia.


Las grandes decisiones políticas y económicas, de las cuales depende el destino de las personas, ya no son (si es que alguna vez lo han sido) el resultado del equilibrio entre las distintas opiniones en un discurso público, ni el resultado de los debates parlamentarios. La participación del Parlamento en el Gobierno —el gobierno parlamentario— ha demostrado ser el medio más importante para contrarrestar la separación de los poderes y, con ello, la auténtica idea del parlamentarismo. Mientras que el Parlamento debe ser en lo ideal un espacio de representación de los electores ante el Ejecutivo, éste precisamente debe actuar por todos, algo que la partidocracia en la actualidad ha dejado de lado atendiendo únicamente réditos personales y políticos sectoriales.




Darío Coria, profesor de Historia y Ciencias Sociales.

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