Contrariamente al criterio moderno que le atribuye a la Historia una evolución con el paso del tiempo, la concepción tradicional ha sido la opuesta, la de una involución dada de manera cíclica. Un desarrollo del mundo, de las especies y de la humanidad regulada por ciclos. En los antiguos Mitos ya se puede hallar la idea de regresión, de una caída cada vez más condicionada por el factor humano y material que excluye la idea apocalíptica de “fin del mundo”. A través de la Sabiduría Oral las antiguas civilizaciones entendían a la Edad de Oro como algo pasado, remoto, ya ocurrido. Son las Cuatro Edades que nos llegan por la tradición greco-romana y de las cuales Hesíodo ya nos hace referencia en los metales de Oro, Plata, Bronce y Hierro, insertando entre las dos últimas la Edad de los Héroes.
La cosmovisión ancestral iránica es afín a la helénica, y la hindú también da testimonio de cuatro Edades cada vez más involutivas: Satya-yuga, Treta-yuga, Dwapara-yuga y Kali-yuga (la actual Edad Oscura). No se trata del “hombre de las cavernas” y su “evolución”. El principio es a través de un Hombre Superior, Supra-humano, emparentado con los Dioses que, con el paso de las Edades, ha involucionado notoriamente. ¿Qué explicaría esa involución? Julius Evola, en su obra cumbre Rebelión contra el Mundo Moderno (Ediciones Heracles, págs. 230 y 231) señala:
“En dos testimonios característicos, como causa de la ‘caída’ se indica a la mezcla de la raza divina con la raza humana en sentido estricto, concebida como raza inferior, de modo tal que en ciertos textos la ‘culpa’ es comparada con la sodomía, con la unión carnal con las bestias. Por un lado se encuentra el mito de Ben-Elohim, o ‘hijos de dioses’, quienes se unieron con las ‘hijas de los hombres’ haciendo de manera tal que al final ‘toda carne tuviese su vía corrompida sobre la tierra’; por la otra se encuentra el mito platónico de los Atlántides, concebidos al mismo tiempo como descendientes y discípulos de los dioses, que por su repetida unión con los humanos pierden el elemento divino y terminan dejando predominar en ellos la naturaleza humana. Para épocas relativamente recientes la tradición es rica en sus mitos en referencias a razas civilizadoras y a luchas entre razas divinas y razas animalescas, ciclópicas o demónicas. Están los Asen en lucha contra los Elementarwesen; están los Olímpicos y los ‘Héroes’ en lucha contra los gigantes y monstruos de la noche, de la tierra y el agua, están los Deva arios contra los Asura, ‘enemigos de los héroes divinos’; están los Incas, los dominadores que imponen su ley solar a los aborígenes de la ‘Madre Tierra’; están los Thuatha de Danann que según la historia legendaria de Irlanda se afirmaron contra las razas monstruosas de los Fomores”.
La Edad de Oro es la Edad Áurea y Sacra por excelencia. La de una civilización resplandeciente, luminosa, bella, de Espíritu Tradicional Absoluto. La morada geográfica fue la que diferentes tradiciones sapienciales sitúan en las inmediaciones y más al norte del círculo polar ártico: Thule / Hiperbórea. Los hiperbóreos eran aquella misteriosa raza que habitaba en la Luz Eterna y cuya región habría sido la Patria del Apolo délfico, el Dios dórico de la Luz en la tradición helénica. El Hombre vivía una Realidad Trascendente, Eterna. Entre la caída de la raza primordial y la declinación física del eje terrestre que determina el destino de las mutaciones climáticas y de las catástrofes periódicas para los continentes, se puede presentir un íntimo nexo. Sostiene Evola en su mencionada obra (pág. 249): “Desde la sede atlántica las razas del segundo ciclo se habrían irradiado, sea hacia América (...) sea hacia Europa y África. Con gran posibilidad, durante el primer paleolítico, tales razas alcanzaron Europa occidental (...). Antropológicamente sería el hombre de Cro-Magnon, aparecido hacia el final del período glacial justamente en la parte occidental de Europa (...), hombre netamente superior (...)”.
La Edad de Plata se afirma con el abandono de Thule, con la emigración de la raza boreal. Una primera corriente lo haría hacia América del Norte y las regiones septentrionales del continente euroasiático. Posteriormente otra gran emigración se internalizó en una isla-continente, la famosa Atlántida ya mencionada por Platón. Esta segunda caída supuso un mayor alejamiento del hombre con lo trascendente, y vino aparejada con la separación de la autoridad espiritual y la temporal/política. Así desaparece la Realeza Sacra y de esa separación de los atributos espirituales y temporales aparecieron dos castas autónomas: La sacerdotal, que renunciará a la Iniciación, y consecuentemente, a la Visión y Conocimiento de lo Absoluto; y la aristocrático-guerrera, que quedará desacralizada.
Es la civilización lunar-matriarcal, cuya “luz espiritual” es sólo un reflejo de la auténtica Luz que emana del Sol. El hombre, al no poder poseer verdadera Luz en su interior, se conforma con tener fe en ella. Esta Edad lunar derivó desde lo sacerdotal en una devoción pelásgica matriarcal: Se endiosa a la Madre Tierra que no contiene en su esencia divinidad, fagocitándose lo instintivo, lo impulsivo, lo sensual, lo libidinoso. De ese erotismo surgirán los cultos afrodisíacos o dionisíacos, cómo proceso más involutivo. La Tierra será considerada la “madre de todos los hombres”, que volverán a ella tras la muerte.
La Edad de Bronce se inicia con la desaparición de la Atlántida, y así la huida de sus supervivientes hacia Occidente y Oriente. Sin embargo, un tipo de efímera restauración de la Tradición va a acontecer, abriéndose paso a los Ciclos Heróicos. Seres que se empeñan en superar su naturaleza perecedera y conquistar así la inmortalidad. A través de gestas y pruebas finalmente conquistan la Eternidad, la Gnosis del Principio Supremo, Eterno. Un legado que nos llega a través de diferentes Mitos como el griego: Heracles, Aquiles, Ulises, Perseo, Teseo.
Es a través de diferentes procesos históricos donde asistimos a resabios o atisbos de Edad Dorada. En la Antigua Roma, durante el período republicano, la dirigencia senato-patricial es la que ostenta, en muchos de sus miembros, los cargos que los habilitan para oficiar los ritos operativos correspondientes a las principales deidades. En los prolegómenos del período imperial romano hallamos a un Julio César que también responde a estos mismos patrones, con funciones como flamen dialis u oficiante de Júpiter. Durante la etapa del Imperio Octavio Augusto, Tiberio, Marco Aurelio o Juliano han recibido la iniciación en ritos y misterios diversos: Eleusis, Mitra.
El Ciclo del Grial se erige en hilo conductor de varios de los Ciclos Heroicos, como lo son la saga artúrica. Diversas órdenes aúnan lo guerrero y lo espiritual y muchos de sus miembros practican ritos iniciáticos que transmutan sus naturalezas internas. Como paradigma de estas órdenes se halla la del Temple. Algunas de estas órdenes acabarán, significativamente, convirtiéndose en la médula vertebradora del Sacro Imperio Romano Germánico durante la Edad Media en donde el Emperador también se reviste de la máxima autoridad espiritual sobre un principio regio-aristocrático-sacro en el seno de la Cristiandad y por encima de la misma Iglesia.
La Edad de Hierro, la cuarta y actual Edad, es la de una oscuridad total. Una Edad de decadencia espiritual y social donde predominan la ignorancia, el egoísmo, la violencia y el sufrimiento. Se pierde el conocimiento de las escrituras sagradas, de las leyes divinas. Se difunden falsas doctrinas. Se prostituyen aún más las instituciones. Se debilitan los lazos familiares y comunitarios, se incrementan las guerras y las injusticias. Se reduce la longevidad, la salud, la belleza y la fuerza de los seres humanos, y se multiplican las enfermedades, las plagas y catástrofes naturales. Se exalta la mentira, la maldad, la crueldad. Un proceso catastrófico que derivará en el posterior surgimiento del liberalismo secular materialista y el colectivismo marxista amorfo sin identidad (hasta llegar al hombre “progre” de la actualidad idiotizado por las redes sociales y los medios de comunicación).
Teniendo en cuenta las Edades referidas por Hesíodo y las Edades transmitidas por las sagradas escrituras védicas, la Edad de Oro se corresponde con el ciclo del Satya Yuga; la Edad de Plata con el Treta Yuga; la Edad de Bronce con el Dwapara Yuga, y la Edad de Hierro con el Kali Yuga. ¿Cuáles son sus períodos de tiempo? ¿Cómo surgen? De un complejo sistema de división y multiplicación del tiempo: Combinación de cifras, múltiplos y submúltiplos de la naturaleza, como ser el año solar, el número de respiraciones por minuto, el número de latidos cardíacos y los ciclos lunares, entre otros. Si se acepta esta cosmovisión tenemos los siguientes períodos de tiempo: Satya Yuga, 1.728.000 años / Treta Yuga, 1.296.000 años / Dwapara Yuga, 864.000 años / Kali Yuga, 432.000 años.
Según fuentes, el Kali Yuga comenzó en el año 3102 a.C., tras la muerte de Krishna, el octavo Ávatar de Vishnu. Hacia su fin se producirá la destrucción del mundo y el inicio de un nuevo ciclo cósmico. Evola le dio una especial relevancia a la idea de que la involución –con respecto a lo espiritual e imperecedero- podía ser frenada e incluso eliminada antes del final de un ciclo cósmico, humanidad o manvantara; esto es, antes del ocaso del Kali-yuga. Creía que el Hombre, aparte de tener la clara potestad para conseguir su total transustanciación o metanoia también tiene la posibilidad de devolver a sus escindidas y desacralizadas comunidades los atributos y la esencia que siempre fueron propios del Mundo Tradicional. Porque Evola creía, en definitiva, en el Hombre Superior y Absoluto, Señor de sí mismo.
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