Docente, abogado, periodista, ministro y diputado nacional, fue uno de los historiadores más importantes surgidos de la Escuela del Revisionismo Histórico en nuestro país. Una verdadera eminencia que ha batallado desde la honestidad intelectual con el fin de esclarecer sobre nuestro pasado nacional.
Hijo de Alberto Palacio y de Ana Calandrelli, hermano del dibujante Lino Palacio, nació un 4 de enero de 1900 en el Partido de General San Martín, provincia de Buenos Aires. En 1919 ingresó a la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires para estudiar abogacía, egresando en 1926. Enseñó Historia Antigua e Historia Argentina en la Escuela Comercial de Mujeres, entre 1931 y 1938; Geografía en el Colegio Justo José de Urquiza e Historia de la Edad Media en el Colegio Nacional Bernardino Rivadavia, entre 1931 y 1955. En la función pública se desempeñó durante los años 1930/1931 como ministro de Gobierno e Instrucción Pública de la Intervención Nacional en San Juan.
En su obra “Alianza Libertadora Nacionalista”, Edgardo Atilio Moreno expresa: “Estrictamente hablando, el nacionalismo argentino nació en 1927 cuando los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, junto con Ernesto Palacio y César Pico, entre otros, fundaron el periódico La Nueva República”. Este periódico fue el que sentó las bases de un nacionalismo embrionario, que con el paso de los años cobró mayor forma y consistencia desde lo doctrinario. La publicación llevaba por subtítulo “Órgano del Nacionalismo Argentino”, y el cuerpo estable de redactores estaba integrado por Rodolfo Irazusta como Director, Ernesto Palacio como Jefe de Redacción, Juan Carulla y Julio Irazusta como redactores permanentes
Palacio escribió asiduamente en La Nueva República basando su línea de pensamiento en las ideas de Leopoldo Lugones. También editó el semanario Nuevo Orden, que tuvo su primera aparición en julio de 1940. A su vez fue uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, en 1938, y miembro de la Comisión Directiva del mismo. Posteriormente fue diputado nacional durante los dos primeros gobiernos peronistas, adhiriendo al Nacional-justicialismo y ejerciendo además la presidencia de la Comisión de Cultura.
A mediados de 1948 Palacio pronunció en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires su disertación El Realismo Político, que fue la base de su libro Teoría del Estado publicado un año después. En su visión la realidad política es independiente de los sistemas de gobierno. Luego de preguntarse dónde se encuentra el poder y si en la monarquía la ejerce el rey o si en las democracias el pueblo, responde que “cualquier observador un poco atento de los fenómenos políticos deberá reconocer que la realidad histórica de los Estados rara vez corresponde a las categorías aristotélicas, y que hay aparentes monarquías absolutas que presentan rasgos acusados de oligarquía, democracias aparentes que son despotismos encubiertos, supuestas tiranías que se caracterizan por la debilidad del titular, instrumento dócil de camarillas militares o plutocráticas”.
Fue proscripto y perseguido luego del Golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955 que derrocó al General Juan Domingo Perón. Leopoldo Marechal, reconocido poeta, dramaturgo, novelista y ensayista argentino, autor de Adán Buenosayres, una de las novelas más importantes de la literatura argentina del siglo XX, describió al historiador revisionista como un “triunfante al haber impuesto su mentalidad a todo el mundo”. Palacio fue autor de La Inspiración y la Gracia (1929); El Espíritu y la Letra (1936); Historia de Roma (1939); La Historia Falsificada (1939); Catilina. La Revolución contra la Plutocracia en Roma (1945); Teoría del Estado (1949); y su Historia de la Argentina 1515-1938 (su obra cumbre que vería la luz en 1954).
En esta última y extraordinaria obra Palacio afirma de manera contundente: “La historia ha de ser viviente, estimulante, ejemplarizadora, o no servirá para nada… Domina en nuestro país la falsa idea de una historia dogmática y absoluta, cuyas conclusiones deben acatarse como cosa juzgada, so pena de incurrir en el delito de leso patriotismo. Aquí se ejercita un verdadero terrorismo de la ciencia oficial, por medio de la prensa, la universidad y la enseñanza media. Su consecuencia es el estancamiento de la labor histórica, cuyo corolario es un oscurecimiento cada vez mayor del sentimiento nacional, ya que las nuevas generaciones no encuentran, en el esquema heredado de sus padres y abuelos, los estímulos y lecciones que aquellos encontraron para la realización de su destino cívico…”.
En La Historia Falsificada señala: “La Historia convencional, escrita para servir propósitos políticos ya perimidos, huele a cosa muerta para la inteligencia de las nuevas generaciones. Ante el empeño de enseñar una historia dogmática, fundada en dogmas que ya nadie acepta, las nuevas generaciones han resuelto no estudiar historia, simplemente. Con lo que llevamos algo ganado. Nadie sabe historia, ni la verdadera, ni la oficial”.
Y haciendo alusión a la Historia Oficial sostiene: “Fraguada para servir a los intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destinaba: fue el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea el partido de la civilización. No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de hacernos en cualquier forma, de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino de entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente, que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado es mal administrador”.
Ante la disyuntiva de qué debemos hacer responde: “Hacer nuestro destino. Fácil es decirlo; pero, ¿estamos preparados para ello? Obrar sí, pero, ¿en qué sentido? Una nación obra válidamente en el sentido que la determina su propia índole, prescrita en su historia. Para hacer, hay que ser”. Es decir, desde un punto de vista filosófico, para el autor el problema de las cosas que hacemos siempre va a estar condicionado o subordinado por el problema de lo que somos. Y si no sabemos lo que somos es precisamente porque ignoramos muchas cosas y tal como él lo señala “porque se nos ha confundido deliberadamente sobre nuestros orígenes y no sabemos ahora de dónde venimos”.
Sin lugar a dudas un pensamiento muy iluminado, y como tal fue un eximio formador de la Conciencia e Identidad Nacional. Sus palabras cobran una vigencia total si analizamos la realidad actual de nuestro país. Ernesto Palacio falleció en la ciudad de Buenos Aires a los 78 años, un 3 de enero de 1979. Al despedir sus restos mortales, el Dr. Julio Irazusta (otra de las grandes plumas prolíficas que ha dado el Revisionismo Histórico) lo calificó directamente como “el mejor dotado de todos los escritores de nuestra generación”.
En estos tiempos de falsificación y tergiversación historiográfica, de amarillismo y manipulación mediática, de cinismo, colonialismo y demagogia en la tradicional dirigencia política gobernante, el insigne historiador nos deja como legado un reencontrarnos a nosotros mismos a través de la comprensión de nuestro pasado nacional. Ya lo decía con claridad meridiana en su monumental obra Historia de la Argentina: “Este libro ha sido escrito con la preocupación obsesiva por nuestro destino. ¿Para qué, si no, serviría la historia? Cuando no se buscan en ella los signos de una vocación, queda reducida a simple pasatiempo erudito, o a pretexto de canonjías burocráticas. La función del conocimiento histórico consiste en iluminar los caminos del porvenir”.
Darío Coria, profesor de Historia y Ciencias Sociales.