Cuando el Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas había alcanzado el mayor de los prestigios, la mayor de las glorias –después de sus memorables triunfos contra la agresión colonialista anglo-francesa– comenzó a gestarse la coalición que finalmente habría de derrocarlo. Su caída política, producida el día 3 de febrero de 1852 en la batalla de Caseros, no debe interpretarse como una mera disputa interna por el poder.
Su derrocamiento se orquestó a través de una coalición internacional encabezada por la diplomacia británica (conjuntamente con la Masonería Internacional), el Imperio del Brasil y el instrumento para esta acción, el General Justo José de Urquiza, por entonces gobernador de la provincia de Entre Ríos. Tanto la política exterior imperial brasileña como la británica coincidían en los intereses expansivos económicos y geopolíticos, y no descansaban en su intento de querer imponer la libre navegación de nuestros ríos como así también el sistema de libre cambio.
Ambas cancillerías utilizaron la astucia en el sentido de ganarse el apoyo de los enemigos internos de Rosas. Y la presa más codiciada fue el general Urquiza, que además de ser el gobernador entrerriano estaba a cargo del ejército más poderoso del que disponía la Confederación. Timorato y falto de carácter, los unitarios le hicieron creer que la mayor de las glorias para la “civilización y el progreso” era derrocar a la primera magistratura nacional.
La ambición personal de Urquiza de aliarse con los brasileños se debió a que Rosas había adoptado poner fin al espurio comercio que tanto había enriquecido al entrerriano. Urquiza traficaba con oro, transgrediendo la Ley Nacional de Aduanas y menoscabando de esta manera el Bien Común de los argentinos. Claro que encubrió sus verdaderas motivaciones alegando que se pronunciaba en contra del Restaurador para dar al país una constitución y para terminar con la “tiranía”.
De esta manera los acontecimientos se van a precipitar. En mayo de 1851 se firmó la alianza ofensiva/defensiva entre el Imperio del Brasil, el ilegítimo gobierno uruguayo de Rivera (quien había derrocado a su presidente legítimo Manuel Oribe) y la gobernación de Entre Ríos. La excusa de esta alianza fue querer pacificar al Estado oriental. Ninguno de los gobiernos provinciales respondió al llamado salvo Corrientes, provincia satélite de Urquiza. La actitud del gobernador entrerriano provocó en el país una gran ola de escándalo e indignación, acusándoselo lisa y llanamente de traidor. El 18 de agosto de 1851 la Confederación Argentina le declaró formalmente la guerra al Imperio del Brasil. El 21 de noviembre de ese mismo año se firmó en Montevideo la alianza entre el Brasil, Entre Ríos, Corrientes como agregada, y el Estado oriental para llevar adelante esta cruzada en nombre de la “libertad”.
Urquiza concentró sus fuerzas en Gualeguaychú. Con la incorporación de sus ambiciosos aliados reunió en total 24.000 hombres, que en su vanidad lo denominó ‘Ejército Grande’, comenzando de esta manera el cruce del río Paraná. Tanto la caballada como el material bélico fueron transportados en navíos brasileños. Casi sin obstáculos prosiguió su marcha. El 31 de enero de 1852 el General Ángel Pacheco hizo retirar de manera inexplicable a sus 5.000 hombres –la columna vanguardia de la defensa – en lo que se conoció como Puente de Márquez, oeste de la provincia de Buenos Aires. Para algunos historiadores en realidad Pacheco ya se había entendido de manera secreta con Urquiza.
La famosa batalla de Caseros –oeste del Gran Buenos Aires– se inició por la mañana del día 3 de febrero. La Defensa Nacional contó con 22.000 soldados más 60 cañones, aunque con muy poca munición. Fue un combate realmente encarnizado que se libró por espacio de dos horas, constituyendo los brasileños el verdadero y disciplinado ejército enemigo. Urquiza no ganó en Caseros, fue un simple conductor de las pocas tropas de caballería argentina que lo acompañaron en la deslealtad y en la traición. El verdadero vencedor en el campo de batalla fue el brigadier brasilero Marques de Souza. En Brasil se considera a Caseros como un triunfo propio, una suerte de desquite por la batalla de Ituzaingó librada el 20 de febrero de 1827.
Rosas, que había presenciado la batalla a una cierta distancia, no tuvo más remedio que acatar el fallo adverso de las armas. Y seguido de unos cuantos fieles emprendió la retirada hacia la ciudad. Herido en su mano derecha y en las inmediaciones de la actual Plaza Constitución redactó su famosa renuncia a la Sala de Representantes. Luego se dirigió al corazón de la ciudad –cubierto con sombrero y poncho para no ser reconocido– y arribó a la residencia del inglés Robert Gore, el encargado británico de negocios en nuestro país, para luego partir definitivamente hacia Inglaterra.
Lo suyo no fue un “exilio” como vulgarmente se sostiene. Fue una prisión disimulada en una granja de Southampton donde vivió humildemente. Esta fue la estrategia inglesa conocida como deshacerse del enemigo permitiéndole escapar, estrategia que utilizaron en diferentes teatros de guerra. Vale decir, luego de ser derrotado en Caseros, Rosas tenía dos opciones: O entregarse a los unitarios para seguramente ser fusilado o entregarse al verdadero vencedor, Inglaterra. Lo suyo fue un destino obligado. Los ingleses lo “recibieron” para deshacerse de él en el sentido de tenerlo controlado en su propio país. Si lo mataban lo hubieran convertido en un mito. Y si el Restaurador hubiera ido a otro país se podía dar el caso hipotético de que regresara a la Confederación para retomar el poder.
La consecuencia más importante de la caída política de Rosas fue la disolución de un sistema político independiente de toda forma de dominación extranjera, estableciéndose en adelante diferentes gobiernos funcionales a los intereses geopolíticos colonialistas del Orden Mundial capitalista financiero en expansión. Vamos a dejar de ser una Nación Libre para convertirnos en una colonia extranjera. El libre cambio y la libre navegación de nuestros ríos serán dogmas indiscutibles. A partir de entonces se comenzó a inventar un nuevo país. En nombre de la libertad de comercio se arrasó con las manufacturas criollas que tanto habían prosperado desde 1835 en adelante. Brasil sacó su enorme tajada al obtener las Misiones orientales, la libre navegación de nuestros ríos, la independencia del Paraguay (que Rosas sistemáticamente nunca reconoció por considerarla parte integrante del Virreinato), y la hegemonía sobre Uruguay y Argentina.
Se llevó adelante también una sistemática matanza de nativos, prevaleciendo lo que se daba a conocer como ‘inutilidad del criollo’. Era ni más ni menos que el efecto buscado por los liberales: Propiciar un rebaje psicológico y moral en el argentino mismo, acabar con la soberanía de lo propio, de lo autónomo. En definitiva, la característica esencial de lo que vulgarmente se conoció como “período de la Organización Nacional”, que de nacional no tuvo nada y en donde evidentemente nos organizarían pero con una mentalidad de colonia. Y todo ello en nombre de una civilización pero entendida como algo propio de extranjeros, de europeos, y entendiendo por bárbaro (en el mismo lenguaje liberal) todo aquello que era argentino y criollo. De la misma manera se empezó a considerar de tiránico al más popular de los gobiernos habidos en el siglo XIX, comenzándose también a denominar “democráticos” a los nuevos gobiernos post-Caseros que en verdad constituyeron verdaderas oligarquías que gobernaron de espaldas a los intereses de la Nación.
La batalla de Caseros fue la mayor calamidad política de nuestra historia. Sin lugar a dudas se frustraba el Destino Nacional. La Confederación Argentina respetada, fuerte y con su difícil unidad política lograda (cuyo ejemplo más patente fue la resistencia al colonialismo extranjero) pasaba a ser un recuerdo melancólico. Comenzó a inventarse otro país conforme a los parámetros de la Masonería y del capitalismo financiero internacional. Una anti-Argentina, de espaldas a la Argentina real. Un anti-Estado, como el actual que tenemos, que asegura el gobierno de los peores y la sumisión a la plutocracia capitalista.
Sin Soberanía Política ningún gobierno puede tomar decisiones plenas ni administrar justicia en base al Bien Común. La clave siempre estará en disponer de total libertad de acción. No estar manipulado por sectores concentrados de la economía o por cualquier forma de dominación extranjera (ya sea la dominación de tipo ideológica-cultural, militar, política o económica/financiera). Debemos volver a ser una Nación Grande, una Nación Fuerte e Independiente como en los tiempos de Don Juan Manuel de Rosas. Y que los cipayos y delincuentes que gobiernan hoy en día a la Argentina (que son del mismo linaje a los de Caseros) paguen por todo el daño hecho.
Darío Coria, profesor de Historia y Ciencias Sociales.