La batalla de Caseros -3 de febrero de 1852- marcó un antes y un después en el destino nacional. La consecuencia más importante fue la disolución de un sistema político independiente de toda forma de dominación extranjera, estableciéndose en adelante diferentes gobiernos funcionales a los intereses geopolíticos colonialistas del Orden Mundial plutocrático-capitalista en expansión, con la Banca Rothschild y el colonialismo británico a la cabeza.
Ante el triunfo de la coalición internacional anglo-brasileña-masónica-unitaria, el Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas no tuvo más remedio que acatar el fallo adverso de las armas. Seguido de unos cuantos fieles emprendió la retirada hacia la ciudad.
Herido en su mano derecha redactó su famosa renuncia a la Sala de Representantes en las inmediaciones de la actual Plaza Garay (barrio de Constitución). Luego se dirigió al corazón mismo de la ciudad –cubierto con sombrero y poncho para no ser reconocido– y arribó a la residencia de Robert Gore, el encargado británico de negocios en nuestro país. El momento no podía ser más dramático. Rosas quería quedarse en la legación pero Gore le advirtió que la ciudad se hallaba en plena efervescencia y que su vida corría peligro.
A la noche, luego de haberlo convencido de la absoluta necesidad de embarcarse, Gore acompañó a Rosas a la ribera del río hasta el bote que lo conduciría hacia la fragata de guerra Centaur, nave capitana de la escuadra inglesa cuya tripulación rindió honores al Jefe de la Confederación Argentina. Emprendería el viaje de su forzado destierro junto a sus hijos y su copioso archivo. Los innumerables legajos que apresuradamente fueron encajonados los distribuyó entre sus familiares y amigos íntimos.
Estuvo seis días en la fragata inglesa frente a Buenos Aires. Además de su hija Manuelita también lo acompañaban su hijo adoptivo Juan junto a su familia. El 23 de abril desembarcaron en el puerto de Devonport en Inglaterra, hoy barrio de Plymouth. Llevaba únicamente setecientas cuarenta y cinco onzas de oro, doscientos pesos fuertes y veintidós reales. Las autoridades inglesas lo saludaron con una salva de cañonazos al llegar al puerto siendo recibido con expresivas demostraciones de consideración.
En “Vida del prócer argentino brigadier Don Juan Manuel de Rosas” el historiador Anibal Rottjer sentencia: “El conquistador del desierto, el salvador de la Patria contra el extranjero, el que acabó con la anarquía y realizó la unión nacional preparando su definitiva organización, el que ha vivido una existencia sin placeres porque la dedicó a la Patria se aleja para siempre de ella, de su Buenos Aires que tanto amó; el vencedor de Francia y de Inglaterra, el hombre más amado de los argentinos de su tiempo”.
¿Existe contradicción en la partida de Rosas hacia Inglaterra? ¿Se podría aceptar un “exilio” de Hitler en Moscú luego de haber combatido tan abiertamente al Comunismo soviético durante la Segunda Guerra Mundial? Lo que parece ser una contradicción no lo es en lo más mínimo.
Lo de Rosas no fue un “exilio voluntario” como vulgarmente se sostiene. Fue un calvario de miseria y olvido, más específicamente fue una ruta obligada, una suerte de prisión disimulada en una granja de Southampton donde vivió humildemente para trabajar la tierra con sus propias manos.
Vale decir, luego de ser derrotado, Rosas tenía dos opciones: O entregarse a los unitarios para seguramente ser fusilado por la espalda como se hizo con el coronel Martiniano Chilavert, o entregarse al verdadero vencedor, Inglaterra. Por eso fue un destino obligado.
La táctica militar conocida como ‘deshacerse del enemigo permitiéndole escapar’ (filosofía de Sun Tzu), fue muchas veces utilizada por la Corona Británica en diferentes teatros de guerra en Europa, táctica que también se aplicaría en América. Por ende, los ingleses “recibieron” a Rosas para deshacerse de él en el sentido de tenerlo controlado en su propio país.
Si lo mataban lo hubieran convertido en un mito siempre inconveniente y amenazante; y si el Restaurador hubiese ido a otro país se podía dar el caso hipotético -y patético para los ingleses- de que regresara a la Confederación para retomar el poder. Nada mejor entonces que tenerlo controlado en el propio Imperio e impedir así cualquier intento de regreso a la ya cercenada Confederación Argentina.
El respeto y la admiración que le tenían era tan grande que hasta el mismísimo Primer Ministro Lord Palmerston lo visitó en su granja y le ofreció una pensión mensual, que Rosas rechazó con dignidad.
Es que los mismos ingleses habían experimentado amargamente como su popularidad se había convertido en algo verdaderamente inmenso. Es lo que señaló con certeza, reconocimiento y autocrítica el general uruguayo anti-rosista César Díaz en sus Memorias: “Tengo una profunda convicción, forzada en los hechos que he presenciado, de que el prestigio de su poder en 1852 era tan grande o mayor tal vez de lo que había sido diez años antes, y que la sumisión y aún la confianza del pueblo en la superioridad de su genio no le habían abandonado jamás”.
Darío Coria, profesor de Historia y Ciencias Sociales.
01/01/2022